Los proyectos tecnológicos, que crean soluciones software, productos de consumo… tienden a gestionarse como si estuviéramos construyendo una catedral en plena Edad Media: tienen un coste elevado, tardan mucho tiempo en completarse y sólo aportan valor al final, cuando se entrega el producto terminado. Cuanto más duración tiene el desarrollo del proyecto, más obsoleta se vuelve la solución diseñada al comienzo.
Pocas veces se incluye al verdadero usuario final en los primeros pasos del proyecto, cuando se definen los requisitos. Y, aún así, la idoneidad de un sistema para resolver “el problema” no se puede comprobar hasta que no se usa. Pero es la pescadilla que se muerde la cola: no puede usarse un sistema hasta que no se construya.
La solución es sencilla: desarrollar sistemas que puedan ser mejorados rápidamente, de manera sencilla y continua. Construir lo mínimo para poder probar una idea y mejorar a partir de ahí.